domingo, 25 de febrero de 2018

LOS PONCE


Cuento corto extraído de
mi libro: "Son cosa de chicos"


Tendría alrededor de los 7 años, a lo sumo, y de eso me acuerdo tan bien, como si fuera hoy mismo, cuando vi, por primera vez, a los Ponce.
 
Ellos eran tres hermanos mucho más grandes que yo y que todos mis compañeros de segundo grado.
 
 
Fue desde el mismo instante en que nos conocimos, que mi vida se transformó en un verdadero calvario, en todas sus acepciones.


Porque a partir de esa desafortunada ocasión, nunca más dejaron de molestarme ni un solo momento. Especialmente Carlos, el menor de ellos, y que era, según puedo evocarlo, en mi memoria, el peor del trío. Recuerdo también que yo era físicamente muy menudo y para complementar, el más bajito de la clase. Según las fotos de aquella época, era muy rubio y portaba unos lentes de marco negro macizo, sumamente pesado y grande para mi pequeña cara.

Apenas llegó, fue presentado por la maestra como el nuevo compañero. Tomo asiento, en los bancos del fondo y desde allí, con sus ojos de halcón, empezó a buscar a sus posibles víctimas. Lo único que me llamaba la atención de él, era lo alto para su edad.


En un determinado momento, nuestras miradas se cruzaron y fui tan poco disimulado que Carlos, quedó algo intrigado por mi persona. Al rato comencé a sentir esa desagradable sensación que Ponce tenía clavados sus ojos en mi nuca.
 
 
Cuando sonó la campana, todos nos levantamos como con resortes de nuestros asientos y salimos disparados al patio. Allí estaba Carlos, hablando con sus hermanos mayores. Los tres tenían, a mi entender, la misma e idéntica cara. En aquella época eran caras “calcadas” ahora se dirían simplemente “clonadas”. Pude verlo a lo lejos como intercambiaba figuritas con sus hermanos. Luego los abandonó, para atravesar el inmenso patio hacia nosotros, el grupito que siempre se reunía en el mismo lugar, charlando de cualquier cosa y esperando volver a entrar al aula.
 

No lo vi venir, pero ya había sonado nuevamente la campana e indicaba que debíamos entrar formados al aula. Pasó raudamente a mi lado, empujándome violentamente contra la pared.
 
Antes de entrar en la clase, dio vuelta su cabeza y por encima de su hombre me lanzó una sonrisita burlona que me hizo levantar presión. Lo miré con cara de sorprendido, más que de asustado. El primer round, lo había ganado sin discusión. Aunque de un modo traicionero.

A ninguno de mis compañeritos esto les gustó. Es más creo, que no solo los disgustó, si no que les infundió cierto temor y que pude notar a simple vista. Con el correr de los días, esto se fue agravando y de lo que pasó de un simple empujón, se transformó en una sádica rutina para Carlos Ponce. Me enteré que era correntino como sus hermanos y sus padres. No sé porque será, pero uno dice nacido en la provincia de Corrientes y entonces uno ya se imagina a un cuchillero bravucón, siempre preparado para buscar problemas.

Al menos eso fue lo que me dijo mi mamá que era entrerriana de nacimiento y que en la chacra de mis abuelos, siempre había peonada correntina. Es así como mi abuelo José, aprendió a hablar guaraní, mucho mejor que el castellano.
 
Él quiso que yo también lo hablara, pero esa rebeldía estúpida de la cual siempre llevé sobre mis espaldas, hoy hace que me arrepienta de haber sido tan imbécil, aún siendo tan niño.

 
Ante sus ojos, me veía bastante indefenso y desprotegido, y eso lo estimulaba a tomarme como su diversión preferida. Se dedicaba a perseguirme por todos los rincones del patio.
 
No importaba cuan escondido estuviera, él me encontraba. Gozaba sádicamente, haciéndome bromas estúpidas sobre mis anteojos, y avergonzándome delante de mis compañeros.
 
Aprovechaba todos y cada uno de los recreos para venir directo hacia donde me encontraba, no importando si estaba solo o acompañado.
 
Él se me acercaba sigilosamente y me empujaba con fuerza contra las paredes, sin motivo alguno.

  
Para los Ponce, la provocación no era un justificativo muy importante. Solo bastaba con que no les cayeras en gracia, para que te declararan la guerra total.
 
Los tres estaban cortados por la misma tijera. La única diferencia es que se encontraban en tres diferentes aulas.
 
Todos temblaban al verlos. Casi sin excepción. Nadie osaba mirarlos directo a la cara y mucho menos enfrentarlos.

Recuerdo que durante las clases, Carlos no dejaba de molestar a sus compañeros ni a la pobre maestra, con sus chistes estúpidos y sus grititos, al estilo correntino. La cosa se fue poniendo cada vez más espesa. A esta altura de los acontecimientos, ya les tenía miedo. No me animaba mucho a ir solo al baño y eso me causaba trastornos de todo tipo, especialmente de vejiga. 

El problema era que uno se metía con un Ponce y los otros dos se te venían encima tuyo y sin pensarlo. Varias veces, me hice el enfermo, con tal de no verle la cara a ese tipo, que estaba haciendo de mi vida una verdadera tortura, igual que la de muchos de mis compañeritos. Sin embargo cuando esta situación insoportable excedió todos los límites razonables, el cielo se acordó de nuestras súplicas y acudió en nuestra ayuda.

 
Nuestros rezos y plegarias dieron por fin, el resultado tan esperado. Es que habíamos derramado muchas lágrimas de rabia e impotencia ante tanto vejamen, que por fin nuestro sueño se hizo realidad. Una realidad llamada Walter. Sería más o menos a mitad de año cuando apareció, en nuestra aula, con una tímida sonrisa, ante nuestros ojos.

Era un muchachito mayor que nosotros, tal vez de unos 10 años, a lo sumo, con un gran físico para su edad. Era un uruguayito, muy moreno y por eso llamaba bastante la atención en la escuela. Pero también en toda la ciudad de Buenos Aires, justamente por no tener habitantes negros. Por lo tanto, era como una mosca en un vaso de leche. Su nombre era Walter. Había venido de su país, con su papá y sus tres tíos, todos boxeadores profesionales, ya que esta ciudad es una excelente plaza para quien quiera desarrollar su acción en el campo profesional.

 
Luego, por comentarios extraoficiales, nos enteramos que había perdido a su mamá y a su hermanito, durante ese parto. Por los continuos viajes de su padre, se atrasó en los estudios, desperdiciando varios años, justamente por no tener a alguien que velara de él. No era muy sociable que digamos y pero lo ya contado, me hacía tener algún tipo de contacto con Walter. 

Como el morenito pasó a ser el nuevo centro de todas las miradas; Carlitos Ponce, se sintió desplazado y herido en su amor propio, al estar acostumbrado a monopolizar los comentarios de sus retorcidas acciones durante los infantiles recreos en la Escuela “Domingo Faustino Sarmiento”, turno tarde.   
Como ya dije antes, Carlos Ponce era el más malvado de los tres y su desfachatez y su osadía le permitía romper con todo lo establecido, sea moral, ético o lo que fuere. La impunidad que le daba el silencio cómplice de mis compañeros, era lo que más lo estimulaba. Desde ya que no era su única víctima, pero si figuraba entre los preferidos de su negra lista. Sin embargo tanto envalentonamiento le hizo cometer un error fatal. Solo era una simple cuestión de tiempo para que ambos “fenómenos” se toparan, cara a cara, en uno de los corredores.

 
 Por alguna razón, que nosotros, los “bobitos” de segundo grado, no entendíamos, era el hecho que habían estado eludiéndose por espacio de dos o tres semanas. Hasta que ese choque tan esperado de las dos “superpotencias” no pudo postergarse más. Y sucedió lo menos esperado que pudimos suponer. En un determinado momento, se encontraron cara a cara. Ponce, estaba muy acostumbrado a ser el mismo sobrador de siempre, que se envalentonaba por un corro de testigos cobardemente adulones.

 
Tenía una triste fama que proteger, así que cuando lo encontró, en uno de los pasillos, obstruyendo, según él, su camino, Ponce, le dijo, sin pensarlo dos veces:

Salí de mi camino, negro de mierda. ¡Para que! Walter, veloz como un rayo, se le vino encima, y de un certero “gancho ascendente” en la pera, lo volteo, dejándolo en el piso, viendo pajaritos y estrellitas de colores.

 
Cuando la “dire” preguntó que había pasado, nadie había visto ni oído nada. A partir de allí, cada vez que tenía algún problema con Ponce, me refugiaba tras las espaldas de Walter.
 
Al tiempo que lo miraba desafiante al malvado Carlitos, sabiendo que estaba bien protegido. Al poco tiempo, los Ponce cambiaron de escuela y mis problemas y los de otros tantos niños se terminaron. Comenzando a vivir, al fin, en paz.

                                                                                 FIN

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