Lo que ha pasado en Japón es realmente trágico, porque prácticamente casi no existen palabras para describir lo que las imágenes de todos los canales de noticias del mundo nos han mostrado. Primero fue un terremoto de 8,9 en la escala Richter, que sacude el litoral norte del país, con una fuerza tal que no se había visto nada igual desde hacía 140 años.
Tras este contundente impacto, en una población, totalmente confundida y sorprendida, le sobreviene un tsunami, con olas de más de diez metros de altura, arrastrando todo lo que encuentra en su destructiva marcha. La imagen de desolación que ha dejado a su paso, y reflejada en las caras de los protagonistas y en el mismo lugar de los hechos, es imposible detallarlo.
Pero aún no estaba todo dicho. Varias explosiones, en 3 de sus centrales nucleares, agregaron su cuota de pánico, al poner al mundo en un estado de máxima alerta. Esto nos hizo recordar al desastre de Chernobil, ocurrido en 1986, y que tuvo las graves consecuencias que hoy todos sabemos.
Miles de muertos, un número indeterminado de desaparecidos que se calcula extraoficialmente en unos 100 mil. Muchísimos perdieron sus casas y no tienen a donde ir. Falta comida, agua potable y las epidemias de lo que sea, comienzan a rondar. Mientras tanto el gobierno, junto con las primeras ayudas internacionales, comienzan a actuar en los lugares más afectados.
El daño que provocará en la economía japonesa y en resto del mundo, teniendo en cuenta que este país es la tercera potencia, con una incidencia del 13% en el comercio mundial, es totalmente imprevisible. Todas las escenas desgarradoras siguen acumuladas en mi retina. Y es muy difícil desprenderse de ellas, no sin antes sentir repetidos estremecimientos.
Sin embargo, suceda lo que suceda, Japón, un país acostumbrado a todo tipo de catástrofe. Con una población sumamente organizada y un Estado realmente eficiente, se levantará de sus cenizas, probablemente mucho antes que las más funestas predicciones y quizás más fortalecido.
Porque tiene una fuerte economía, sumamente dinámica, con un mercado interno de alto poder adquisitivo y un mercado externo ávido de sus novedades y su alta calidad, siendo sus precios no siempre los mejores. Hablar de “Made in Japon” significa mucho más que buena atención y productos bien terminados y sin defectos. Es hablar de durabilidad, cosa que muy pocos países en el mundo pueden garantizar.
Por lo tanto, todos sabemos que su resurgimiento es solo una cuestión de tiempo, porque poseen la entereza, la disciplina y los recursos económicos suficientes como para lograrlo.
Sin embargo y ahora viene la contra cara de todo esto; tenemos que hace un poco más de un año, sucedió una catástrofe muy superior a esta, en muchos sentidos y ya nadie parece acordarse de eso.
Le ocurrió justamente a Haití, que no solo es uno de los diez países más pobres del planeta, si no que tiene los peores índices de mortalidad, esperanza de vida, muerte antes del año de edad, muerte materna, bajo rendimiento de cosechas, de empleo, de analfabetismo y donde el 80 % de su población, vive por debajo de la línea de pobreza y de ese índice, el 56% sobrevive con menos de un dólar por día.
Con apenas 38 segundos, bastaron para destruir y empeñar el futuro de varias generaciones de haitianos. El negro y aciago 12 de enero de 2010, la tierra se agitó en todo el suelo de Haití.
Se había producido un sismo de 7,3 en la escala de Richter, el peor ya sentido en los últimos 200 años, en el país.
Mató a más de 222.000 personas, dejó heridos a más de 300.000 y quedaron más de un millón de seres sin vivienda, subsistiendo como pueden, en improvisados campamentos.
Para los 10 millones de haitianos, el terremoto solo agravó aún más la difícil situación, que ya se vivía en el país. Destruyó su capital, sus insuficientes vías de comunicación. El 65% de sus edificios gubernamentales y la mayoría de sus servicios. El comercio quedó destruido al romperse la cadena de pagos y todos sus bancos quedaron en la cuerda floja.
Fue realmente un terremoto que terminó con sepultar no solo a un país, si no a todas las esperanzas de un futuro mejor. La cuarta parte de sus escuelas, en todos los niveles, son apenas un triste recuerdo. Según cálculos más o menos conservadores, las pérdidas económicas se elevarían a uno 7,8 billones de dólares, aproximadamente 5.850 millones de euros.
Es muy poca el agua potable existente y los grandes centros de distribución de alimentos están con sus estanterías vacías, mientras que los únicos alimentos que están consumiendo casi 2,5 millones, de seres, dependen casi exclusivamente de la ayuda humanitaria proveniente del exterior. Pasado el primer año de aquella catástrofe, aún en muchas zonas de Puerto Príncipe es difícil circular.
En marzo del 2010, un grupo de países se comprometieron a ayudar a Haití con unos 9.900 millones, desembolsables por tramos, para terminar de disponer de ellos, en una fecha tope que alcanzaría mitad de 2013. Sin embargo, a pesar de todo este tiempo transcurrido, es muy poco el dinero entregado y los escombros siguen allí mismo sin moverse un solo centímetro. Mientras la comunidad internacional, desgraciadamente, mira toda la situación con indiferencia.
El sismo provocó 316.000 muertos, 350.000 heridos y 1,5 millón de personas sin hogar. Sin agua potable y ni rastros de un saneamiento básico, que comprende recolección y eliminación de la basura tanto como una necesaria red cloacal, con su correspondiente tratamiento; por lo tanto era comprensible que se desatara una despiadada y mortal epidemia de cólera.
Según cifras oficiales del Ministerio de Salud de Haití, durante el primer año, el "vibrio cholerae" causó 2.535 muertes y 58.190 hospitalizados. Ahora bien, Japón podrá salir adelante porque su gente está mentalmente preparada para cualquier contingencia, mientras que los haitianos solo ven caravana de ataúdes hacia cementerios saturados de cuerpos, en un país donde ya vivir es un milagro, aunque aparentemente sea un castigo.
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