Para aquellos que no crean que la magia exista, les digo, que se equivocan de cabo a rabo. Porque la magia no solo es real, si no que es uno de los tantos dones que Dios nos ha regalado para nuestro sano disfrute.
La esperanza tiene su magia, la naturaleza tiene la suya, la vida misma también la tiene, aunque a veces no lo parece, por todas aquellas contingencias desagradables que debemos atravesar.
Sin embargo, es allí donde reside la esencia de la existencia, superar los malos trances para disfrutar con intensidad los buenos momentos. La magia siempre está allí, en todo instante, solo que no siempre nuestros ojos alcanzan a verla. La mayoría de las veces por estar ensimismado en nuestros propios pensamientos y no siempre positivos.
La fe y el humor, también tienen su propia magia y ambas tienen la enorme virtud de hacernos crecer como personas. Dependiendo del carácter que tengamos, hasta podríamos tener la capacidad de transmitir la magia de la alegría a nuestros semejantes.
Y a este punto, precisamente quería llegar. Porque a partir de aquí, se inicia un suceso realmente mágico, que en cierto modo, cambió muchos aspectos de mi vida personal.
Todo se inició hace unos cuatro años atrás, cuando hacía mis primeros pasos, en eso de andar escribiendo en los medios de comunicación. Fue por intermedio de alguien, que recién estaba conociendo; pero que, con el correr del tiempo, se constituiría en uno de los mejores amigos que he tenido en toda mi larga y azarosa vida, y por su intermedio conocí a una persona muy especial.
Él me invitó a conocer la redacción, del diario donde trabajaba y luego, me acercaría hasta Hernandarias, en donde vivía, por esa época. Luego de atravesar una gruesa puerta de hierro, y una muralla de guardias de seguridad, aterricé en una minúscula sala de recepción. Mi amigo, entonces, al ver a la recepcionista, hizo las presentaciones del caso.
Apenas la vi, quedé totalmente embobado. Lucía en su cara, una hermosa e hipnótica sonrisa, que hizo que mis medias se enrollaran y mis rodillas sonasen como cascabeles. Muy amablemente me ofreció beber café, en un pequeño pocillo; pero estaba tan hipnotizado por sus grandes ojazos negros, que de mi boca no salió otra cosa que no fueran sonidos guturales.
Me acordé, en ese momento, de la famosa frase de Martín Fierro que dice: “Que sonso es el cristiano macho pal´amor” y cuanta razón esta tiene. Tras un leve codazo de mi amigo, conseguí recuperar la compostura y cortésmente le agradecí su gentileza. Mientras ella iba y venía, a la par que sorbía lentamente el café, sentado en un viejo sillón verde; la seguía atentamente con mi mirada, sin poder apartarla un solo segundo de ella.
Temí por unos instantes que se fastidiara conmigo por esa actitud, mía tan molesta, pero me era realmente imposible dejar de observarla. Parecía un torbellino salido de un tornado del Caribe. Se movía velozmente dentro del pequeño recinto y quien no la conociera, diría que parecía comportarse como una muñequita con exceso de cuerda.
Mientras hacía su trabajo, me miraba, de vez en cuando, lanzándome distraídamente esa sonrisa “Kolynos” tan característica en ella, que me provocaba escalofríos de placer. Toda su presencia me resultaba agradable, llamándome la atención, su personal elegancia. Quizás el único punto en su contra, que pude encontrar en ella, fue su total aceleración.
Con el tiempo, esto fue ciertamente comprobado, que tal manía era parte de su personalidad y elemento femenino casi infaltable en cualquier mujer.
Ellas, y no se la razón específica, pero siempre se apuran para terminar cualquier tipo de tarea, en especial aquellas que tengan esfuerzo físico de por medio. Generalmente en su cometido siempre salen heridas en una pierna, un brazo, o en los lugares que más están expuestos a los golpes.
Con el tiempo, visité mucho más veces, a aquel inexpugnable reducto periodístico, parecido más al “bunker” de Kadafi que a la redacción de un diario. En todas ellas, siempre fui muy bien recibido por aquella hermosa damisela. Quien siempre me acercaba una tacita de café, al más puro estilo de doña Florinda al profesor Jirafales.
Pero a pesar de todos mis denodados esfuerzos, esa relación no pudo prosperar, ya que nunca pasó de ser solo un hecho virtual, algo fantasioso, una hermosa esperanza que no fructificó.
Pero no por eso me enojé, ni despotriqué, ni me tiré en la cama para llorar por el amor perdido, (ya que nunca fue mío), ni embarré su nombre, como muchos hombres que se “pichan” porque simplemente no aceptan que ellas no gusten de ellos.
Al contrario, entendí muy claramente su punto de vista. Al final de cuentas, como dice un viejo dicho: “sobre gustos no hay nada escrito”, como también existe otro que dice: “hay gustos que merecen palos”, pero eso es tema para otro comentario y no quiero mezclar dulce de leche con morcilla.
Preferí, ante todo, no perder su amistad ni su buena predisposición para conmigo, ya que para mí, era lo más importante; antes que torpemente seguir insistiendo y ganar solamente su antipatía. Creo que fue una buena elección, ya que el tiempo me ha demostrado que no estuve equivocado. Porque aquella mujer, que tanta paz y serenidad me brindaba, con solo estar cerca; tenía los valores morales personales, que tanto valoraba en una mujer.
En resumen, mi ojo no estuvo errado en ningún momento, lo que no contemplé fue que yo no estuviera dentro de los requisitos por ella buscados. Al final de cuentas, eso es parte de la vida. En la guerra y el amor, todo puede suceder. Tanto se puede ganar como también perder. Esas es una regla básica para todo ser que se encuentre vivo.
Todo depende de muchos factores y no siempre uno puede tener el control de toda la situación. Existen miles de variantes que se entrecruzan como un tejido de ñanduti y por más duchos que creamos ser, se nos escapa la liebre. No importa, perdí una novia pero gane una amiga, aunque, desde el fondo de mi corazón y para mis adentros sea siempre: mi querida bombonaza.
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