Como un verdadero torbellino en plena ebullición, y con la velocidad del rayo, en cuestión de apenas 24 horas, nuestro país cambió de presidente.
Tendríamos ante este evidente hecho trascendental, en la reciente historia paraguaya, dos posturas totalmente opuestas y contradictorias, pero ambas formarían de por sí, una parte de la verdad absoluta de lo que sí realmente pasó aquel histórico fin de semana en el Congreso de la Nación.
Pero para llegar a este
angustiante y dramático desenlace, tuvieron que transcurrir casi cuatro años,
en un país demasiado necesitado de urgentes transformaciones económicas y
sociales. Pero que debido a los pésimos
cambios de timón, hecha por las últimas gestiones, se fueron postergando.
Sin embargo existen algunos
pequeños cambios altamente sospechosos a los que los malos políticos apelan
casi siempre antes de las elecciones y que son intensamente prometidos durante
las esperanzadoras campañas proselitistas. Pero que al fin y al cabo nunca las
promesan fueron cumplidas, ni siquiera en parte. Esto ha hecho que desde 1989 a la fecha, el nivel
proporcional de votantes haya disminuido notablemente luego de cada elección.
La tan famosa reforma agraria,
infaltablemente citada en todo pomposo
discurso de político que se precie de tal, no se promulgó, los indígenas no
consiguieron ninguna de todas las reivindicaciones pendientes, como tampoco en
ningún momento se intentó implementar algunas medidas administrativas que
condujeran hacia una más justa distribución de la riqueza, en nuestro
país.
La corrupción que fue tan
criticada, cometida en casi todas las gestiones anteriores, no fue ni
desterrada ni desactivada, al contrario, a veces parecía cobrar nueva y
vigorosa fuerza. Esta es una vieja lacra enquistada en nuestra sociedad, desde
casi el mismo momento en que los invasores españoles pisaron nuestras tierras.
Y tanto mal nos ha hecho que finalmente terminó socavando la integridad y la
transparencia en la mayoría de las instituciones estatales.
La inseguridad se volvió, por
momentos, realmente insoportable, con decenas de asaltos a mano armada, y con cifras que batían todos los record
anteriores. Proliferaron nuevas modalidades de despojo en la calle, en los
colectivos urbanos y de larga distancia y hasta llegar al colmo de invadir
domicilios durante algún festejo familiar. No hay que decir que el desborde
delictivo terminó por superar holgadamente
a las fuerzas policiales.
Se alentó abiertamente las
invasiones de tierras, desde el mismo poder ejecutivo y su primer anillo, sin
importarles que se quiebre
reiteradamente el inalienable derecho a la propiedad privada, y también siendo
fielmente seguido por declarados y notorios referentes de la izquierda nacional
que criminalmente inducían al uso indiscriminado de la violencia. Por lo que a los jueces y fiscales
les ataron sus manos.
Pero la llamada Masacre de
Curuguaty y todo lo oscuro que lo rodeó, fue el verdadero detonante que terminó
por saturar la santa paciencia de gran parte de la población y esta misma se
encargó de presionar al Congreso para que destituyera al entonces presidente
Fernando Lugo. Sin embargo fue un discurso insulso e inexpresivo, cuatro
días después, de aquella pequeña guerra civil, lo que terminó desatando la ira
de la población, y de todos los parlamentarios.
Por lo tanto no resulta tan
llamativo el hecho que por primera vez se hayan unido, en coincidencia,
todas las bancadas, para defenestrar el entonces presidente. Esto sería tal vez
la versión mayoritaria, pero una parte ínfima de nuestra sociedad, afirma
exactamente todo lo contrario y también tendría ganada su buena parte de
razón.
Si examinamos la cosa con cierta
dosis de coherencia podríamos decir que un congreso integrado por una mayoría
totalmente corrupta nunca puede ser juez y verdugo al mismo tiempo. En un
recinto donde impera el nepotismo, muchos de ellos son poseedores de terrenos
que han usurpado con malas artes y que deberían ser parte de la tan postergada reforma agraria.
tros congresistas llevan una
vida ostentosa, digna de un maharajá y que no condice con las entradas
declaradas que percibe, sin dejar de nombrar a aquellos que proponen leyes
retrógradas que permitan fumar en lugares cerrados, cuando en todo el mundo se
hace totalmente lo contrario.
Que no tengan procesos judiciales
por delitos varios y ni que se protejan unos a otros, detrás de sus fueros
parlamentarios. Ni tampoco que usen los bienes del Estado como si fueran propios.
Que tienen tanta soberbia que hasta se auto-aumentan sus propios salarios a discreción.
En resumen, que en su conjunto no poseen una verdadera catadura moral como para
juzgar a otros por los mismos cargos con que acusan.
Todos estos alegatos son lo que
aportan aquellos que afirman que lo sucedido en aquel 22 de junio de 2012
solamente fue un típico golpe de Estado dado por el Parlamento, que
paradójicamente se ha arrogado en los últimos tiempos una postura como si
tuviera súper poderes o que tiene un plus que hace que se sienta superior a los
demás organismos estatales.
También aseveran que a dicho
malsano acto lo han revestido con una cierta legalidad tendenciosa, ayudado por
una prensa manipuladora y grupos de derecha intransigente y eso puede también
que sea probablemente cierto. Pero los lectores no deben olvidar que para que
aquello pasase tuvieron que suceder desde luego muchas cosas no muy
buenas.
Pero a esta altura de los
acontecimientos, solo Dios y el tiempo dirán si eso fue un verdadero atropello
a nuestra Constitución Nacional o fue un acto de absoluta defensa de las
instituciones establecidas contra grupos fundamentalistas de izquierda.
Mientras tanto Federico se encuentra muy sonriente, pero en el ojo de la
tormenta y en la mira de los otros pueblos del Mercosur, que no han visto con
agrado lo aquí resuelto. Mucha suerte Federico, que vienen días muy duros.
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