Existe una siniestra costumbre que tienen la mayoría de los paraguayos y cuyo significado nunca nadie me lo ha podido explicar aún. Me refiero a la maldita y estúpida práctica de explotar petardos para conmemorar cualquier cosa. Celebraciones que van desde una simple procesión de santo hasta el fin del año.
Pasando por
la gastronómica y salvadora fiesta comercial de la
Navidad , el cumpleaños del fundador del
Partido Colorado, el 18 de Octubre, todos los clásicos entre Olimpia y Cerro
Porteño, los partidos de la
Albirroja , San Blas, un partido de voley entre solteros y
casados, el aniversario de casamiento del vecino, “ere erea”.
No quiero
tampoco pasar por alto, todo tipo de manifestaciones políticas, sindicales,
reivindicaciones campesinas, procesiones religiosas, comienzo y final de
cualquier huelga, para anunciar los tantos durante el
infaltable picadito de los domingos. Todas las excusas
para estos salvajes festejos son buenas y cualquier ocasión parece ser oportuna
para detonar varios de ellos.
El tema, mis
apreciados lectores, es que esta condenable practica, tan arraigada dentro de
nuestras tradicionales costumbres, no deja de ser una insoportable molestia a
quienes no compartimos dichos festejos, por lo que debemos escucharlos aún en
contra de nuestra voluntad, generándonos una molestia imposible de disimular.
Una
verdadera estupidez que además de
causar ciertos deseos de huir de semejante ruido
irritante y ensordecedor, termina asustando a los niños, a los bebes,
indisponiendo a los ancianos, despertando a los enfermos y hasta a nuestras
mascotas aterrorizadas ante semejante bombardeo, corren despavoridas a buscar
refugio debajo de la cama o cualquier
lugar escondido, lejos del bochinche, que les proporcione algo de
protección.
Pero por desgracia, los
que siempre llevan la peor parte son las criaturas, quienes en su afán de
diversión, no miden el verdadero peligro que corre su integridad física.
La
publicidad incisiva, la permisividad de los padres, y la insistencia agresiva
de los niños, conspira para que continúen ocurriendo este tipo de tragedias
familiares que bien pueden ser evitadas.
La filosofía
de mi familia nunca fue el castigo corporal, si no mostrarme directamente los
efectos que causa la desobediencia ante el verdadero peligro y el no darle la
suficiente importancia.
Es por ello que mi papá, el médico, me llevaba a sus
guardias en el Hospital Evita de Lanús, a 15 Km . de la actual Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, para que viera “in situ” lo que le sucedía a otros niños por ser
demasiado traviesos.
Siempre me
decían que una sola mirada evitaba cientos de inútiles palabras. Lo que en
realidad es muy cierto.
En aquellas terribles guardias, con apenas 7 u 8 años,
tuve la suerte o la desgracia, según se quiera ver; muchos cuadros desgarradores,
con niños ya inválidos para el resto de sus vidas, mientras que su lado,
contundentes miradas de reproche entre sus padres.
Pero el daño ya estaba hecho y no siempre una buena
cirugía reparadora podrá restablecer todo el perjuicio ya hecho, sin contar
todas las innumerables horas de dolor perdidas, una pequeña fortuna en gastos
hospitalarios y la angustia vivida por el entorno de la eventual víctima. Dedos
de las manos amputados, perdida de visión en alguno de los ojos o tal vez los
dos.
Quemaduras, en el cuerpo, de distinto grado;
explosiones accidentales que ha dejado a muchas victimas hasta sin pestañas o
sin cejas. Juegos que terminan siendo tragedias, no son en realidad juegos.
Nunca nadie se hace responsable por las posteriores consecuencias. Ni la
municipalidad, por permitir su exhibición y venta en los lugares públicos.
Ni la
Aduana por permitir su libre acceso al país, sabiendo que es
peligroso su transporte, y no siendo este muchas veces el adecuado para dicha
tarea. La libre venta a menores de edad, siendo muchas veces, esta pirotecnia,
más peligrosa que cualquier tipo de bebida alcohólica. El control policial es
totalmente nulo, en este aspecto, como en muchos otros más.
Pero lo peor de todo este endemoniado asunto, es la inconsciencia de los padres, que les permiten manipular pirotecnia como si fueran simples juguetes. No evalúan los riesgos ante posibles traumas auditivos, lesiones oculares y hasta la ceguera puede ser producida por el mal uso de petardos o fuegos de artificio.
Ahora bien, la mayoría de los fuegos artificiales
que existen en plaza, provienen de pequeñas talleres clandestinos en donde la
seguridad es lo que menos cuenta, con tal de bajar costos y poder competir
contra la buena pirotecnia.
Hay una máxima popular que no falla y que dice que: “no existen fuegos artificiales seguros” y esto obligatoriamente hay que respetarlo.
Algunas de las sugerencias que no deben ser desoídas son: no colocar los elementos de pirotecnia en los bolsillos, no exponerlos a fuentes de calor, encender un elemento por vez, luego de encendido el artefacto retirarse a una distancia prudencial, aquellos fuegos de artificio voladores (cañitas, cohetes, etc.) no deben ser apuntados hacia ninguna persona, construcciones, elementos combustibles y/o árboles frondosos.
No usarlos dentro de la vivienda y mantenerlos en el piso; nunca en las manos ni en botellas ni latas. Cuando un producto no explote no debe tocarse, aunque la mecha parezca apagada.
Se debe proteger los oídos de los niños, con tapones usados en natación. No dejar los artículos al sol o próximos a fuentes de calor. Pero lo básico y fundamental, los menores siempre deben estar acompañados por una persona mayor.
En una época pensé que yo era el único neurótico al que el bochinche de los petardos lo sacaba de quicio. Luego me di cuenta que somos muchos, los que odiamos tal práctica. Pero a veces, no puedo evitar desear, que el ocasional detonador de petardos, lo hiciera estallar dentro de su anatómico, para que sufra, al menos un poquito, como lo hacen mis oídos.
Que sus simpáticos nombres no los engañe. Doce por uno, Cebollón, Rompe Portón, Volcano, Florerito, Bengala de Lluvia, Mariposa voladora y OVNI ya que todos ellos puede arruinarle la vida para siempre a su hijo, sobrino, nieto o cualquier menor que usted aprecie o ame. En solo un descuido la fatalidad puede presentarse. Goce con las fiestas y no las arruine con una tragedia.
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