Se
puede definir como accidente, a “cualquier suceso que sea provocado por una
acción violenta y repentina, siempre ocasionada por un agente externo involuntario,
que da lugar a una lesión corporal”. Esta explicación es bien concreta y no
condice con los titulares que se pueden observar, todos los fines de semana, en
los grandes medios de comunicación masiva.
Porque lo que la prensa denomina
accidente, yo, sencillamente lo llamo suicidio. Puede sonar algo macabro, tal
vez; pero si ustedes se ponen a pensar, detenidamente y con una mente un
poquito más abierta; es posible que me otorguen alguna pizca de razón.
Tenemos, por ejemplo, el desagradable
caso de Rodrigo Diez, quien manejando un Mercedes Benz, se estrelló en San
Bernardino, dejando 3 fallecidos, incluido el conductor. Aparentemente el
vehículo viajaba a 180
kilómetros por hora, estando casi todos ellos,
alcoholizados y drogados.
Por lo tanto llamar accidente a un
episodio como este, es atentar contra la inteligencia del resto de la sociedad.
Lo considero más bien como un acto de condescendencia para con la familia, del
que yo denomino asesino. Si bien en primera instancia suena algo duro al oído,
en el fondo existe una certeza que eso es así y no de otra manera.
Un Rodrigo Diez que no le ha dado ni
un mísero centavo de valor a su propia vida y que mezquinamente tampoco le
interesó la de sus dos acompañantes. Que no ha tenido ni una pizca de decencia
al destrozar bienes de sus padres y de la comuna. Que de manera egoísta no se
ha detenido a pensar un solo instante, en el dolor que sentirían sus padres al
enterarse de la triste hecatombe.
Ese irracional sentimiento de
desprecio hacia la vida que Rodrigo ha sentido, al apretar el acelerador hasta
el fondo, podría llegar a ser entendido, pero de ninguna manera compartido. La
muerte estúpida de estos tres jóvenes,
de aquel fatal suceso, es apenas una de las tantas anécdotas que no dejan de
conmovernos.
Las constantes crónicas teñidas de
rojo sangre pareciera que no asustan a ya a nadie ni llaman a la prudencia. La
mayoría de las víctimas son adolescentes, que conducen alcoholizados. Casi
nunca están solos, por lo que la tragedia enluta a varias familias.
Ahora bien, estos jóvenes, que se han
criado como los yuyos, y no precisamente porque provengan de familias de
escasos recursos, si no porque sus padres no estuvieron atentos a sus cambios,
no hubo nunca diálogo, solo prolongados monólogos. Unos no querían escuchar lo
que se le decía y otros no atendían a los límites que se le imponían.
Por lo tanto, nada ocurre por
casualidad, siempre existe una poderosa causa que genera, a corto o largo
plazo, una detonación que por lo general determina gravísimos daños a quien lo
protagoniza. Siendo luego la familia, los amigos, los parientes, los compañeros
de trabajo o estudio quien también sufran los famosos efectos colaterales.
El facilismo, el descontrol, la
impunidad, el desborde, la búsqueda de nuevas sensaciones, cada vez más
fuertes, la rebeldía, la confrontación directa con la autoridad paterna, son
algunos de los ingredientes que conforman un explosivo cóctel de frustraciones
o problemas de conducta no resueltos; con la mecha encendida y a punto de
estallar en cualquier momento.
Quizás cada uno de estos factores, por
si solo no tendría tanto peso como la combinación de todos los elementos
aleatorios. Aunque no son los únicos.
Podemos agregar el ejemplo que reciben de
los padres en cuanto a la moderación
hacia la bebida alcohólica, ni a respetar las señales de tránsito, ni utilizar
al celular mientras se conduce, ni tomar peligrosamente tereré, con una mano y
sostener el volante con la otra.
Este modelo de comportamiento de los
padres, será seguido casi como un calco por el hijo o la hija, por lo que la
educación paterna tendrá un agujero negro, al menos en este punto. Pero si se
profundiza el tema, puede ampliarse a otros campos, como puede ser la parte sexual, cosa a obviar, al menos,
en esta oportunidad.
Por desgracia, el caso de Rodrigo
Diez, no es un hecho aislado, al contrario, esto se repite casi a diario,
agravándose todos los fines de semana.
La inconsciencia se apodera brutalmente
de las rutas y calles de todo el país, constituyéndose de por sí, en una gran
morgue y velatorio, al mismo tiempo.
Lágrimas de sangre, gritos
desgarradores que llegan hasta el mismo alma de quien los escucha. Lamentos
tardíos, advertencias no escuchadas en su momento, rebeldías no contenidas ni
sabiamente encausadas, postreras e inútiles culpas y vengativos remordimientos
corroerán el espíritu de los seres más cercanos del difunto.
Los psicólogos y maestros modernos que
tanto se oponen al castigo corporal, atendiendo a posibles y peligrosos
traumas, según sus revolucionarias teorías, tanto psicológicas como
pedagógicas. Le sacan hipócritamente la nalga a la jeringa y tratan de evadir
el tema con pura dialéctica insulsa. Sin intentar siquiera hacer un mísero “mea culpa” acerca de su garrafal error.
Un buen “akapete” a tiempo, quizás hubiera puesto las ideas, de los
jovencitos, en su lugar y por lo tanto no habría lugar a trágicas
lamentaciones. En una sociedad que
pretende evolucionar y no permite que los propios padres corrijan a sus hijos,
ya que se exponen ridículamente a una posible demanda judicial; da clara cuenta
que vivimos en un mundo enfermo y alienado.
No quisiera cargar las tintas ni
contra los jóvenes ni contra los padres. Aunque siempre la culpa es de los
padres, ya que ellos ya superaron la adolescencia, mientras que los hijos no
tienen la menor idea de la responsabilidad que conlleva ser adulto. Por lo
tanto, si bien, tanto uno como el otro, deben intentar acercarse, son los padres quienes darán siempre el primer paso.
Si en la infancia, al niño no se lo guía
con amor pero también con cierta firmeza, cuando llegue a la adolescencia se
encontrará tan torcido y con tantas mañas que será imposible enderezarlo. Para
eso se debe tener su cabeza llena de cosas útiles y de provecho para su futuro.
De no hacerlo así, deben recordar que la imbecilidad no tiene fecha de
vencimiento.
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